En Sevilla fue donde mi marido y yo nos conocimos y nos contamos nuestras cosas. Yo, poco tenía que contar, pero él…. ¡Dios, qué vida más triste!
Nació dos años después que yo, el mismo año en que se firmó la Paz de Utrech (1713) en Madrid, en el palacio del Buen Retiro. Su padre, nieto de Luís XIV, era el primer Borbón que reinaba en España gracias a que su tío-abuelo Carlos II, último de los Austrias españoles, lo había dejado escrito en su testamento.
Pues como os decía, mi suegro Felipe V se casó con su prima, María Luisa Gabriela de Saboya (una aristócrata italiana) y tuvieron cuatro hijos: Luís, Felipe, Felipe Pedro Gabriel y «mi Fernando». Como me pasó a mí, dos de sus hermanos murieron antes de cumplir el año de edad y quedaron Luís y él, Fernando.
Cuando murió su madre, Fernando no se enteró porque él tenía 10 meses, pero eso no fue lo peor, lo verdaderamente grave fue que su padre, Felipe V, era un enfermo mental que perdía la cabeza y no era capaz de encontrarla.
A Felipe V le daba por decir que quería hacerse monje, se desnudaba delante de toda la corte y se enfundaba un saco. Se iba al armario de la despensa de palacio, se metía ahí, «encogío», y decía que a partir de aquel momento iba a vivir allí haciendo penitencia.
Se negaba a comer y a lavarse durante meses.
Luego se le pasaba y perseguía a las cortesanas haciéndoles hijos: nada menos que 11 sobrevivieron de sus correrías por palacio.
Como comprenderéis un hombre así no era capaz de cuidar a un niño, con lo que mi Fernando creció dejado de la mano de Dios, máxime cuando el fogoso de su padre a los cuatro meses de enviudar se casó en segundas nupcias ¿Sabéis con quién?...Esa, esa misma…la Parmesana… ¡Isabel de Farnesio!.. la madrastra del cuento de Cenicienta. Bueno, en su caso, la madrastra del cuento de Fernando. Luís tenía 7 años más que Fernando y muy bien de la «azotea» tampoco estaba (se rumorea que iba por la corte violando criadas), con lo que para él las cosas fueron muy diferentes.
Lo primero que hizo la Parmesana fue empezar a darle hermanastros a Fernando y a Luís. Nada menos que siete sobrevivieron. Y a estos siete los tenía que colocar en alguna corte. Ya os he contado qué hizo con Mina.
Como comprenderéis, con semejante situación, mi Fernando creció en la más absoluta soledad. Nadie se ocupó, ni mucho menos se preocupó, por él. Con lo que no sabía leer, no sabía bailar, no sabía música, no sabía modales, no sabía idiomas, no sabía «na». Cuando me explicó esto comprendí mi metedura de pata el día que nos conocimos: yo hablando en latín y francés…¡Qué bochorno más horroroso!
Se crio entre sirvientes que cobraban por estar con él. Sin ningún tipo de afecto, sin las regañinas de papá y mamá, por muy reyes que sean. ¡Pobre Fernando!
En la primera carta que le escribí a mi padre, el Rey de Portugal, desde Sevilla le dije que «el problema de Fernando es que jamás nadie lo ha querido». Parece una tontería pero pensadlo: es muy grave para cualquier persona.
Fernando me confesó que si todo hubiera ido según lo previsto, él nunca hubiera sido Príncipe de Asturias ni se hubiera casado conmigo. Lo más probable es que le hubieran hecho obispo o cardenal. Sin embargo, la «mano negra» vino a cambiarlo todo.
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