lunes, 4 de octubre de 2021

Capítulo III: De «mis bodas» con mi Fernando

Me casé en Lisboa un 11 de enero de 1728 y mi marido el mismo día, pero en Madrid; vaya, lo que viene a ser un casamiento «por poderes» de toda la vida.

Ya casada, seguía sin conocer a mi marido y él tampoco me conocía a mí.
¡Un año estuve casada con una espada!

Por fin, en enero del siguiente año (1729) se realizó el intercambio: es decir mi padre me cedió a mí, al Rey de España y el Rey de España le dio a mi padre a Mina.

Pero os voy a contar ese día con más detalle porque ha pasado a la historia.

Todo pasó en río Caya, la frontera por Badajoz, entre España y Portugal. Muy poco río para tan solemne teatro, apostilló «la  prensa rosa» de la época.

Mis padres no querían entrar en España, y los reyes españoles no querían entrar en Portugal, por eso la entrega de «damiselas» fue en unas barracas lujosísimas sobre un puente construido para la ocasión sobre el río Caya. Con todo el boato y parafernalia de la época. Los Braganza pisando suelo portugués, los Borbones pisando suelo español…

Mi padre, João V, y mi suegro, Felipe V, hablaron de pie (uno al lado del otro pero cada uno desde su país) unos ¾ de hora sobre «sus cosas de reyes» y en francés (mi padre sabía idiomas). Por fin se sentaron y firmaron los contratos matrimoniales y entonces entramos a la sala, por la puerta de Portugal, mi hermano José y yo y por la puerta española, Fernando y  su hermanastra, Mina.

¡Ayyyyyyy! A Fernando casi «le da un amarillo» cuando me vio. Le tuvieron que sujetar varios cortesanos, siguiendo las órdenes de mi suegro, el Rey, para que no huyera.

Cuando yo llegué hasta donde estaba mi marido, al ver su regordeta cara de espanto, intenté arreglarlo demostrándole que era tanto o más culta que fea. Empecé a hablarle en latín, sin saber que a Fernando nadie se había molestado en enseñarle latín. Pasé al francés, con el mismo éxito, a pesar de ser Borbón…¡no sabía francés!

Mi marido se sintió abrumado y  humillado, cosa que yo no pretendía. Menos mal que en ese momento se encendieron las luces de la sala y era la señal que anunciaba la retirada de los reyes. ¡Salvados por la campana! Bueno, en este caso «por las luces».

Entonces fue cuando Mina se echó a los pies de sus padres y yo hice lo propio con los míos. Mina lloraba porque no quería dejar a su madre y yo me enrosqué en la rodilla de mi padre y ni mi madre consiguió que me soltara.

Nuestras respectivas madres reprobaron la escena, tan indigna, que protagonizamos la Princesa de Brasil (Mina) y yo (la Princesa de Asturias). ¡El fervor de las venidas a reinas!.. Sin embargo, fueron nuestros padres, los reyes, quienes zanjaron el asunto retirándose cada uno por donde había venido.

Fernando y yo fuimos llevados, casi a la fuerza, a la catedral de Badajoz, donde se cantó un Te-Deum y el Cardenal de Borja nos dio las bendiciones oportunas que fueron extensísimas, gracias a que mi padre había soltado su buen peculio para que se terminaran las obras de la catedral de Badajoz.  Luego, vuelta a río Caya para la noche nupcial, que en confianza: fue un éxito y más cuando a la mañana siguiente, mi flamante marido dijo de mí, a sus padres los Reyes: Su alteza (o sea, yo) vence lo hermoso con lo agradable.

Ese mismo día, estando en Badajoz, mi suegro Felipe V anunció que él y todos con él, sin rechistar, en lugar de regresar a Madrid iríamos a Sevilla.




Y allí pasamos un lustro Fernando y yo sin pena ni gloria.  Pero en Sevilla, como dos siglos después escribiría Carmelo Larrea en su bolero, fue donde nos enamoramos:
         
Sevilla tuvo que ser,
con su lunita plateada,
testigo de nuestro amor,
bajo la noche callada
y nos quisimos tú y yo,
con un amor sin pecado

Fernando, «mí Fernando». Cuántas «soledades» escondía aquel españolito huérfano desde los 10 meses.

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