Os cuento: Isabel de Farnesio (nacida en italiana, en la ciudad del queso: Parma) era la segunda esposa del primer Borbón español, es decir, Felipe V. Pues esa, la Parmesana, es la mujer con más ansias de mangoneo y protagonismo que yo he conocido en toda mi vida. Estaba empeñada, a toda costa, en que sus hijos fueran reyes. Pero como Felipe, su marido, tenía dos hijos de un matrimonio anterior, tenía claro que sus retoños no podían optar al trono de España y aquí fue cuando la lio parda y me metió a mí de rebote en el ajo.
La hija mayor de Isabel de Farnesio y Felipe V, María Victoria de Borbón a quien familiarmente llamaban «Mina», fue enviada a la corte francesa de Luís XIV, el «rey solete». El que gracias a su almorrana dignificó a la profesión médica para la posteridad, el que llevaba zapatos de tacón de aguja y «arrugaba siempre la nariz». El «abuelo» de todos los Borbones habidos y por haber. Ese, ese mismo. Pues a esa corte fue enviada Mina a la tierna edad de 4 años y la prometieron con el Delfín francés, es decir, la prometieron al heredero de la corona de Francia.
La viruela, el sarampión, el alcohol y los «excesos borbónicos» hicieron trabajar a destajo al sepulturero real y el Delfín francés (nieto de Luís XIV) se plantó la real corona francesa con 10 años, pero Mina no estaba en condiciones de darle un heredero ¡Ella tenía 5 años!
Resumiendo mucho: los Borbones franceses devolvieron a Mina (cual mercancía) a los Borbones españoles. La Parmesana, ni olvidó ni perdonó jamás la ofensa de los engreídos franchutes a su hija. ¿Quién mejor que Mina para ser reina de Francia? A Isabel de Farnesio no se le ocurría nadie mejor.
Con lo que la Parmesana volvió a maquinar y a pensar a quién encajaba a Mina para que fuera reina y es aquí donde los Braganza entramos en escena.
Mi hermano José era Príncipe de Brasil y, por lo tanto, heredero al trono de Portugal cuando muriera mi padre, el rey João V. ¡Estupendo, Mina reina de Portugal! Pero para asegurarse bien la jugada y reforzar los lazos entre España y Portugal, nos incluyó en el lote a Fernando (hijo de Felipe V y su primera mujer) y a mí.
La maniobra le salió a la Parmesana «da guti». Las bodas reales eran cuestión de Estado y nosotros, cuatro pardillos que ni piamos.
¡14 años tenía yo! Y mi «futuro» 12, cuando los Borbones y los Braganzas amañaron nuestra boda.
Mientras sí, mientras no. Mientras esperaban que Fernando cumpliera los 16 y para que pudiéramos conocernos, era costumbre que los pintores de la corte hicieran retratos y se los enviaran, vía diplomática, a sus «parteners». Es decir, a Fernando un retrato mío y a mí, uno de Fernando.
Mi «futuro» envió un retrato en el que él salía muy guapetón y como símbolo de poderío lo pintaron cubierto de diamantes, algo así como para decirle a mi padre, el Rey, que no iba a faltarme de «na», ni tendría que privarme de ningún capricho.
Pero el asunto se torció cuando tuvieron que pintarme a mí. ¿Sabéis eso de «la belleza está en el interior, Bella y Bestia son»? Pues creo que cuando Straparola escribió el cuento, por allá por 1550, ya pensaba en Fernando y en mí.
Pues como os decía, mi belleza estaba muy a lo «jondo» y no se veía. Cuando «chica», bueno no tan «chica», con 14 años, había tenido viruela, ya os lo he contado, y mi cara había quedado como la luna. De lejos estupenda y tendente al romanticismo, de cerca mejor no caerse en uno de sus cráteres. A parte de mi cara, mi cuerpo (como buena futura Borbona) era más ancho que largo ¡En fin, delfín!
Vamos al cuadro, a mi retrato. Todo el mundo pensaba que si Fernando veía un retrato real de mi persona huiría despavorido y anularía el compromiso. Así que enviaron a España un cuadro donde yo me veía de perfil y a lo lejos. Con lo que Fernando no podría ver en realidad cómo era.
También tengo que contaros que a los retratistas de la corte portuguesa mi padre les prohibió que se acercaran a mí para que pudieran verme bien y me pintaron a 50 metros de distancia, además, me pusieron unos emplastes como de arcilla para taparme los cráteres que la viruela me había dejado de recuerdo. ¡Todo un cuadro! Y nunca mejor dicho.
¿Sabéis ese dicho portugués de «Espanha ni bon vento ni bon casamento»? Pues a mi padre, por muy rey todopoderoso que fuera, se le fue la mano y nunca le perdonaré lo que soltó por su real boquita «Sinto que tenha que sair do meu reino uma coisa tão feia».
¿Cosa yo, papá? ¿Cosa fea, papito? Si hice todo lo que me ordenaste. Me casé con una espada que representaba a mi marido ¿Quién en su sano juicio casa a su hija con una espada? Ni que fuera la niña de la catana…
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