Fernando VI no participó en mi entierro, ya os lo he dicho, abandonó inmediatamente Aranjuez, y se refugió en el castillo de Villaviciosa de Odón, de donde ya no saldría. Tras mi muerte, Farinelli, la caza, la música, su colección de relojes, la Flota del Tejo y otros entretenimientos ya no fueron remedio para él. Se estaba «muriendo de amor».
Su enfermedad empeoró rápidamente. Se volvió agresivo e intentó varias veces suicidarse y el malasangre de mi cuñado pequeño (el infante Luís Antonio) se lo reportaba todo a su «mamaita», la pérfida Parmesana.
Mal que me pese, en sus misivas a su madre, le explicaba la realidad de «mi Fernando» en el Castillo de Villaviciosa de Odón.
Mirad, sino un trozo de una de las primeras cartas «anoche pues estando yo alli con el sólo empezo a saltar y brincar haciendo el son con la boca yo que le habia cogido por el brazo por que poco antes se desvanecia y se caia le pude sujetar y le hice sentar asta cerca de las diez sin comer nada…. oi lleva los mismos pasos sólo que ya esta fuera de la cama quando bailaba estava en bata con calzoncillos y las calzetas caidas sobre las chinelas y lo peor es que apenas acavo de hacerlo no se acordaba de nada después se puso a correr de arriba abajo por el cuarto… por la mañana salio en camisa detrás del medico que se salia a descansar…. Yo ya he dicho que no quiero estar sólo con el porque como le tomo por bailar la puede tomar por andar a puñadas o a palos y no será gracia con que ya están todos avisados…»
Sí, Luís Antonio, sí, estábamos todos avisados de que «mi Fernando» era tan peligroso para los demás como para sí mismo. Y, sobre todo, era peligroso para sus Reinos que no tenían Rey. Durante este periodo circulaban por Madrid versos como este:
….Si el rey no tiene cura
¿a qué esperáis o qué hacéis?
Muy presto cumplirá un año
Que sin ver a vuestro rey
Os sujetáis a una ley
Hija de un continuo engaño.
¡Dios mío! «Mi Fernando» no mejoraba y se temía que nunca iba a mejorar. Empezó a no querer bañarse. Nunca imaginé que mi «churri» no quisiera su baño semanal de leche de burra. Yo, hasta aquí en el cielo me lo sigo dando.
Luego se encerró, por dentro, en sus habitaciones y nadie podía entrar. Los boticarios reales le prescriben leche de tierra (salitre) elaborada en Tembleque. Pero ni por estas.
Qué pena más grande me dio ver a Ricardo y a Fernando (XII duque de Alba) compincharse para llegar juntos a la meta del poder. ¿No os lo he dicho? Lograron desterrar de Madrid al del nombre raro, Zenón de Somodevilla y Bengoechea, marqués de la Ensenada.
Zenón fue la mano derecha de mi suegro primero, después de mi marido y también de mi cuñado, Carlos III. Pero Ricardo Wall (sustituto de Carvajal) y el duque de Alba (que también era duque de Huéscar), por la puñetera envidia, se lo quitaron de en medio.
Qué tiempos aquellos cuando el extremeño José Carvajal (Secretario de Estado) y Zenón (con Ministerios varios), aunque nunca se llevaron bien en lo personal, se respetaban y se admiraban en el trabajo. Si os digo la verdad, todo empezó a estropearse cuando murió Carvajal y aparecieron los secuaces de la Farnesio: Ricardo Wall y el duque de Alba.
¡Qué caos provocó la melancolía de mi Fernando! La Farnesio incrementó sus maniobras para conseguir su inhabilitación, y de ese modo ser nombrada Reina Gobernadora; el Infante procuraba aprovechar los momentos de lucidez de su hermanastro para hablarle y pedirle su venia para ir a San Ildefonso, que es lo único que deseaba, a ver y festejar el cumpleaños de su madre, o lo que fuera, a lo que mi Fernando, misericordioso hasta en la enfermedad, accede pero exigiéndole que volviera al día siguiente de la efeméride. Nunca entendí el cariño tan profundo que le tenía Fernando a su hermanastro pequeño, que era la marioneta de la Parmesana.
Como veis todo se confabuló contra el Rey, sin embargo seguía siendo el Rey y nadie tuvo «narices» para inhabilitarlo. Es lo que tiene ser un monarca absoluto.
Fernando entró en un proceso de degradación tanto física como mental. Iba cuesta abajo y sin frenos. Y «mi Fernando», como ya le había pasado en su niñez volvió a quedarse completamente solo. Nadie se preocupó de él. Muchos querían que se muriera rápido porque tener un Rey sin que ejerciera, es como tener un tío en «Graná», ni tienes tío ni tienes «na». Y la Parmesana quería o ser Regente o ser Reina madre y se le estaba acabando la paciencia.
Mientras, «mi churri» se negaba a comer, se negaba a ser atendido por los médicos, se encerraba en sus aposentos y se «hacía el muerto». No dejaba que nadie entrara y los cortesanos hacían apuestas sobre si en realidad estaba muerto o no. Con a todo esto nadie se atrevía a entrar y lidiar con la furia iracunda de mi «reyecito». Sin embargo, se obligaba a entrar a su confesor, el jesuita Padre Rávago, para saber cómo estaba mi Fernando, con la excusa de darle la extrema unción.
Cuando el Padre Rávago se acercaba a la cama del Rey, este que se hacía «sus necesidades» encima, de improviso se levantaba y saltando por encima de la cama le lanzaba «zurullos» a la cara. ¡Dios, pobre Fernando! ¡Cómo acabó! El Padre Rávago, muerto de asco, salía de la habitación como podía.
Y así fueron pasando los días, nadie, ni tan siquiera el confesor, quería entrar a ver a la piltrafa humana en la que se había convertido «mi churri». No comía, no bebía, no se lavaba…
Hasta que un día, «apretando» para aprovisionar «zurullos» para tirárselos a la cara de quien osara entrar en los reales aposentos, mi Fernando se reunió conmigo en el cielo.
¡Qué muerte más indigna de un Rey!
Eso fue la madrugada del viernes 10 de agosto de 1759.
Y tal y como él dejó escrito: «Con la mayor moderación, y la menor Pompa que mi estado Real permita al Real Monasterio de la Visitación de Nuestra Señora…a fin de que allí sea sepultado juntamente con el cuerpo de la misma Reina difunta al lado…»
Juntos, tu y yo para siempre, mi querido Fernando.
P.S. Nadie festejó tanto la muerte del rey Fernando VI como la Reina Madre del nuevo rey: Carlos III. ¿Sabes quién era, no?
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